Ferran Busquets, director de Arrels Fundació – Revista Valors https://valors.org/
Una persona que vive en la calle lo ha perdido todo. Y de todo lo que ha perdido, lo más importante y difícil de recuperar es la confianza en todo el mundo. Me atrevo a decir que esta pérdida de seguridad con los otros es incluso más relevante que el hecho de no tener una vivienda donde vivir o dormir.
Cuando uno se da cuenta de que las circunstancias lo abocan a la calle, hace lo que haga falta para evitarlo. Se aferra a cualquier opción por muy complicada que sea. La desesperación es muy grande, porque nadie, absolutamente nadie, quiere vivir en la calle.
Antes de llegar a esta situación intenta llamar a amistades, familiares o conocidos. Lo que sea. Pero no siempre es tan fácil ni posible. Quizás no tenemos nadie a quien acudir y entonces, cuando llega el momento fatídico, somos perfectamente conscientes de que todo y todo el mundo nos ha fallado.
Después de muchos años trabajando con personas que viven en la calle he conseguido comprender un poco un sentimiento que he oído expresar muy a menudo a personas que están pasando o han pasado esta pesadilla de no tener un hogar donde vivir o dormir.
Cuando alguien consigue recuperar esta confianza y encuentra personas que lo ayudan a salir de la calle o que le dan una mano, y toma conciencia de que estas personas siempre estarán allí, dicen que son su familia. Evidentemente, hay familias y familias, sin embargo, esta atribución es sobre todo por aquel modelo de familia que no te fallará nunca.
Durante un tiempo, cuando una persona se acercaba al centro abierto de la Fundació le teníamos que decir que no lo podíamos atender porque estábamos saturados. Y, con toda razón del mundo, se marchaba enfadada. La frustración de encontrar otra puerta cerrada después de tantas y tantas es realmente desesperante. En principio lo atribuíamos al hecho de que la persona nos trasladaba su enojo por la situación que vivía, pero nosotros no podíamos hacer nada. Obviábamos un detalle significativo.
Un día hicimos un cambio importante. En vez de decirle a la persona que no podíamos llegar a más, decidimos sentarnos un rato con ella y escucharla. Al final, igualmente, le acabábamos diciendo que no le podíamos ofrecer nada más, sin embargo, por el hecho de estar un rato charlando y escuchando, el agradecimiento era mayor. No se le había ofrecido una ducha o un lugar donde dormir, no obstante, sí un espacio donde sentirse alguien.
Tener alguien a quien poder expresar aquello que uno siente, en la medida que cada cual pueda, alguien a quien canalizar las emociones desbordadas es, seguramente, lo más importante que podemos tener. Todo el mundo necesita alguien con quien contar ni que sea para ser escuchado.
Por este motivo, algunas personas consideran a los que los han ayudado como su familia, porque son quienes les han hecho recuperar la confianza en que más adelante, pase lo que pase, estarán a su lado. La confianza en otra persona es la cosa más esencial que necesitamos todos.
Pero no es solo la necesidad de que alguien nos escuche, lo que en realidad necesitamos es alguien que nos quiera. Y no todo el mundo tiene esta suerte. Seguramente quienes lo han tenido siempre, no son conscientes de la importancia que tiene porque es tan fundamental que no nos podemos ni plantear la opción de no tenerlo.
No somos conscientes de las pequeñas cosas que tenemos y que otros no tienen. Las personas que viven en la calle nos lo demuestran constantemente. Hace unos días se murió Lute, que había vivido muchos años en la calle. Una de las cosas que recordaba con afecto es el momento en que le dijeron “señor” después de muchos años que no lo llamaran así. Hay personas que cuando en Navidad reciben algún regalo, por pequeño que sea, nos lo explican con ilusión porque no recuerdan la última vez que recibieron uno. O, incluso, hay quién está satisfecho porque sabe que el día que se muera no estará solo en el entierro. Pequeños detalles insignificantes para muchos, pero llenos de vida para quien lo ha perdido todo.
Ahora mismo nos encontramos en medio de una pandemia sin precedentes que nos ha hecho dar cuenta de cosas esenciales de las cuales hasta ahora no éramos nada conscientes. No hay que decir que el primer punto es la importancia de un hogar. No todo el mundo se ha podido confinar o no todo el mundo ha podido garantizar las medidas de higiene. También hemos visto como de un día para otro hemos tenido que dejar de hacer pequeños detalles y gestos cotidianos.
Durante estos días, en uno de los mensajes que envié acompañado de un “¿cómo estáis?”, una persona me dio una respuesta que me ha venido a la cabeza a menudo. Me decía que estaba bien y que este confinamiento le había dado la oportunidad de que, por última vez, él y sus hijos, ya universitarios, estuvieran juntos en casa de nuevo. “Seguramente ya no pasará nunca más”. Automáticamente, como mis hijos todavía son niños, esto me cambió mi propia mirada del confinamiento.
Ahora que no lo tengo.
No hace falta decir que no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. ¿Quién no ha echado de menos una visita a un amigo o familiar? ¿Quién no se ha dado cuenta de la importancia de poder abrazar a alguien? ¿Quién no ha encontrado extraño no poder salir a la calle sin tener justificación? Y, por supuesto, el inmenso dolor de las personas que han perdido otras y no han podido ni acompañarlas en sus últimos momentos.
Estos días me he leído La medida justa de Jostein Gaarder. El autor busca reconciliarnos con la vida, el mundo y, por supuesto, con las personas. Nos dice que las personas son lo más esencial de la vida y de este mundo. Tener alguien que te quiera y te haga sentir querido es lo más rico e importando que hay para poder dar sentido a la vida. El título me parece apropiado porque esta medida justa es lo que cuesta más de encontrar cuando valoramos qué es esencial y qué no.
Si personas que viven en la calle durante años y años continúan saliendo adelante solo puede ser porque tienen la esperanza de que algún día encontrarán este alguien, a pesar de la dificultad de recuperarse del trauma que implica su situación. Y este esperar a alguien no hace falta que sea una persona para salir de la calle. De hecho, viviendo en la calle, la importancia de una mirada, una sonrisa o algún gesto que haga sentirse querido es un estímulo para continuar.
Somos el fruto de todas las personas que se han cruzado en nuestra vida, tanto de las personas de las cuales hemos aprendido y nos han ayudado como de las personas a las cuales hemos dado y hemos ayudado. Por eso las relaciones humanas son tan importantes en nuestra vida y por eso no tenerlas es tan duro para muchas personas.
Por eso más importante que tener a alguien con quien contar es asegurarnos de ser alguien con quien alguien pueda contar. Hay muchas personas que no tienen garantizado este apoyo emocional tan importante. Desde las personas que tenemos más cerca hasta las que no tienen a nadie. En este sentido, por ejemplo, las tareas de los voluntariados son imprescindibles para todas las personas que necesitan sentirse acompañadas por alguien.
Estar atentos a nuestras vidas y a la de los otros. Pararnos para ser observadores de lo que nos pasa y de lo que pasa a nuestro alrededor. Esta estimación y confianza son procesos de fuego lento que son totalmente contrarios a esta inmediatez que levanta un muro y que nos impide valorar aquello que es esencial.
Los pequeños tesoros de nuestras vidas que ya damos por asumidos e imprescindibles son hitos inabarcables para muchas personas que lo han perdido prácticamente todo. Por eso es tan importando desprendernos de lo que realmente no es esencial para que quienes no lo tienen puedan recuperar la confianza en la vida misma.
