¿ES ÉTICO CAMBIAR EL NOMBRE A UN NIÑO ADOPTADO?

DILEMAS ÉTICOS – Soraya Hernández – Revista Valors – https://valors.org

En nuestra tradición cultural, cuando se tiene un hijo, se le da un nombre. Pero la reflexión sobre el que puede implicar no está vacía de sentido. Es una falta de respeto hacia sus orígenes y, consecuentemente, a su propia identidad?

Tener hijos es un acto natural que se tiñe de innumerables aspectos culturales del contexto desde el cual se significa. Elegir el nombre que llevará se puede asemejar a un ritual en cuanto que implica una búsqueda en el mundo simbólico y refleja los deseos, las identidades y las sutilidades de los padres. El nombre que se decide se regala emocionalmente cargado de un sentido que se puede hacer propio o rechazar, pero siempre tendrá una historia, una razón de ser. Poner un nombre es un acto íntimo y ligado a nuestra tradición cultural. En otras culturas, el nombre del niño viene dado, lo escoge un tercero o no se propone hasta que la criatura empieza a hablar. En algunos casos, también es cierto que se hace de manera tan automática que no se reflexiona sobre el acto en sí mismo.

Con los hijos e hijas adoptados no es diferente. Poner un nombre, aunque tuviera otro previamente, no se había cuestionado nunca hasta que una noticia nos interpela: “Poner un nombre nuevo a una persona que ya tiene uno implica una falta grave a su pasado, a su identidad. Incluso si se quiere poner un nombre que se sume al que ya tiene, hay que ser cuidadosos y llamarla siempre por el primero”. He aquí la pregunta: ¿es ético poner un nuevo nombre a un niño adoptado? ¿Hay que añadirle un segundo nombre y asegurar que se usará el primero? ¿Es una medida para mantener un vínculo con su origen, con su pasado más inmediato? Pero, ¿y si la persona que se lo puso fue la misma incapaz de hacerse cargo? Y, si el nombre tiene un significado considerado impropio o malsonante, ¿se tendría que mantener igualmente?

Hasta hace pocos años, los padres y madres podían no revelar a los hijos que eran adoptados. En el supuesto de que hubiera un origen étnico o geográfico diferente al de los padres, con unas posibles características físicas que no permitieran dudarlo, los padres podían no proporcionar todos los detalles de la adopción además del lugar de procedencia. Es decir, si tenían alguna información sobre los padres biológicos, los motivos de dar la criatura en adopción o manera de contactar con familia extensa, entre otros, podían cerrarla bajo siete llaves. Pero con el tiempo se hizo evidente que esconder cualquier tipo de información sobre los orígenes de los hijos podía tener un impacto negativo en su desarrollo. Necesitaban saber, conocer los porqués, sentir que los apoyaban en la búsqueda de respuestas cuando estas no eran evidentes. Era factible que se llegara a la posibilidad de querer viajar, acercarse a la tierra que los vio nacer, entender las razones de la voz de los protagonistas. El entorno familiar podía ser una presencia protectora en el viaje hacia el desarrollo de la propia identidad.

Pero, en este camino, el tema del nombre no se había clasificado como central en un proceso lleno de matices, porque se consideraba un acto más del cambio de núcleo familiar. Si se entiende que el niño tiene derecho a saber todo lo que es importante sobre sus orígenes, tendría lógica pensar que mantener el nombre forma parte de cuidar su identidad. Esta decisión sería un gesto de respeto hacia la familia biológica, hacia su lengua materna o tradición cultural. Así, al hacerse mayor, podría escoger fácilmente aquel que le hiciera sentir más cómodo. Por el contrario, el acto de cambiar de nombre se puede considerar una manera de mostrar la pertenencia a una nueva tradición cultural, a una nueva sociedad que lo acoge, más allá de la adopción familiar. Se asegura así que será visto como un igual por los otros miembros del grupo.

Cualquiera de las dos opciones puede ser válida siempre que se respeten los derechos de la infancia y se cubran las necesidades durante la adopción, la educación y la crianza.

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