DILEMAS ÉTICOS – Soraya Hernández – Revista Valors – https://valors.org
La iraquí Nadia Murad, activista de los Derechos Humanos y Premio Nobel de la Paz, fue censurada en una escuela del Canadá porque su testimonio podía generar islamofobia.
A causa de la pluralidad de sensibilidades actual, existe una clara dificultad para definir como se articulan los límites del derecho a la libertad de expresión. Esta figura jurídica, que protege la libertad de pensamiento, de creencias y que favorece el hecho de que cualquiera pueda compartir sus ideas, se ve fácilmente criticada cuando la voz que se levanta no coincide con lo que socialmente se ha acordado que es correcto.
Por ejemplo, mientras algunos comentarios fascistas o que enaltecen el terrorismo son censurados, algunos libros con contenido homófobo son publicados. Se lleva a juicio un chiste que se mofa de las personas con discapacidad, pero se permiten anuncios sexistas. Los límites de este derecho no son claros y el hecho de que exista toda una gama de grises en su aplicación genera situaciones como la que acaba de vivir la iraquí Nadia Murad, activista por los Derechos Humanos y Premio Nobel de la Paz.
Nadia fue capturada con 21 años. El Estado Islámico asesinó su familia y ella fue presa para convertirla en esclava sexual. Con una mochila llena de torturas y pesadillas consiguió huir. Como mujer superviviente decidió escribir un libro, “Yo seré la última”, donde relata el terror que sufrió. Esta obra le costó un gran esfuerzo porque hablar de violaciones es un tabú en su tradición cultural.
Con el objetivo de sensibilizar y compartir su experiencia, aceptó impartir un taller en Canadá, dirigido a chicas de trece a dieciocho años en situación de vulnerabilidad social. Según explican los medios de comunicación, las organizadoras del taller recibieron una notificación del consejo escolar de Toronto, en la cual se prohibía el acto porque su testimonio podría ser “ofensivo” y promover “la islamofobia”.
La noticia sorprendió las educadoras que facilitan el debate entre las participantes, puesto que era la primera vez que el consejo escolar hacía expreso su rechazo a uno de los temas del club de lectura. Según sus explicaciones, “se tenía que prever una posible islamofobia”. Además, el consejo avisaba que reescribiría la guía de lecturas para que los materiales escogidos fueran “culturalmente pertinentes y adaptados” y no ofendieran ninguna tradición cultural.
¿Puede una vivencia, una experiencia en primera persona, herir los sentimientos religiosos o los valores de un grupo social concreto? ¿Es ética una cancelación de este tipo o estaríamos hablando de censura? ¿Se está intentando hacer una prevención o se quiere controlar el derecho de libre expresión en función de unos mandatos sociales? ¿Los discursos basados en las identidades y los sentimientos están creando una policía del pensamiento hacia aquello políticamente incorrecto?
Si se considera que un relato en primera persona puede llegar a generar una fobia social, ¿se tendrían que controlar todos los discursos según los posibles efectos que puedan generar en un futuro? De manera contraria, si esto puede limitar de forma muy flagrante el derecho a la libertad de expresión, quizás se tendría que aceptar que siempre habrá alguien que se puede sentir ofendido o interpelado por el discurso de la alteridad. De manera más equilibrada, incluso habría la opción de acompañar aquellas manifestaciones susceptibles aportando guías que las contextualicen o facilitando espacios de debate entre las partes afectadas.
Una vez más, los límites difusos del derecho a la libertad de expresión nos hacen reflexionar sobre como algunas palabras pueden golpear los sentimientos de las personas en función del contexto social y cultural donde son pronunciadas.