Un ciervo que corría por un bosque se encontró con un riachuelo que seguía el camino.
El agua de este riachuelo era tan limpia y cristalina que reflejaba con gran esplendor la imagen del ciervo, que se quedó parado admirándose.
Y mirándose, puso especial atención en sus cuernos.
– Qué cuernos más bonitos tengo. Míralos que grandes y magníficos, ¡seguro que todo el mundo me admira!
Y se miró un poco más abajo, hasta que se vio las patas, que eran bastantes delgadas.
– Y qué patas más delgadas que tengo, no me quedan nada bien. Es una lástima que las patas desmerezcan un ciervo tan bien plantado como yo.
De repente, sintió agitarse el follaje del bosque, se giró y vio como un cazador le apuntaba. Y empezó a correr.
Gracias a sus piernas delgadas y ligeras pronto cogió suficiente velocidad y distancia al cazador, pero corriendo por el bosque, los cuernos se le engancharon en las ramas de un árbol.
Y mientras oía como los cazadores se iban acercando, él repetía:
– ¡Y pensar cómo estaba yo de contento con los cuernos que ahora me costarán la vida, y tan descontento de las piernas que me podrían haber salvado! ¡Qué tonto he sido al mirarme en el agua los cuernos y valorarlos tanto por su aspecto!
