Àngel Puyol – Revista Valors https://valors.org/
En un número anterior, escribí sobre la insolidaridad de los antivacunas, que reciben todos los beneficios de la vacunación de los otros y, en cambio, se niegan a contribuir a la inmunidad comunitaria vacunando sus hijos. Además, mostré la paradoja de esta actitud insolidaria, puesto que el éxito de su práctica exige que no se extienda mucho: si una mayoría de niños no se vacunan, los hijos de los antivacunas pierden inmunidad comunitaria y se exponen más a las infecciones más amenazantes. Estos días, por ejemplo, la OMS ha alertado que los casos de sarampión en Europa han aumentado un 400 por ciento en 2017, sobre todo en las comunidades con más predominio de antivacunas. Entonces decía que dejaría para otra ocasión hablar de la racionalidad del miedo de los que desconfían de las vacunas. Ha llegado la hora.
Los argumentos de los antivacunas son variados, como por ejemplo la desconfianza hacia los intereses ocultos de la industria farmacéutica y de la misma OMS, o la desconfianza en la utilidad y la seguridad de las vacunas. Sobre los primeros, puedo compartir parte de esta desconfianza. Ahora bien, resultan más sorprendentes los argumentos basados en el miedo a las propias vacunas. Algunas de ellas derivan de mentiras o fake news (como la asociación entre vacunas y autismo, que todavía circula en Internet a pesar de que el artículo donde se difundió fue rigurosamente refutado hace muchos años) y otros se basan en prejuicios cognitivos, esto es, mecanismos mentales de resistencia a los argumentos puramente racionales. Dejadme que enumere tres.
El primero es el prejuicio cognitivo de la ilusión de la casualidad, según el cual si un hecho pasa junto a otro tendemos a ver una casualidad aunque no tengamos ninguna prueba que la confirme. Por ejemplo, si después de vacunarse el niño enferma, tendemos a pensar que la vacuna es la responsable, aunque no tengamos pruebas. Este prejuicio puede ser tan fuerte en su punto de impedir que los datos objetivos contradigan su efectismo. Así, nuestra “creencia” en los hechos contiguos (vi un gato negro y tuve un accidente) puede ser más fuerte que los datos que refuten la creencia (el accidente fue causado por el suelo resbaladizo). Una variable de este prejuicio es el sesgo de confirmación, según el cual tendemos a buscar argumentos o pruebas que confirman lo que pensamos, y rechazamos los argumentos o pruebas que lo desmienten. Así, la acumulación de pruebas contrastadas en favor de la vacunación infantil no resulta tan persuasivo para un antivacunas convencido como las opiniones y especulaciones en contra de una actriz famosa, un amigo, una madre de la escuela o una revista pseudo-científica.
Otro prejuicio es la asociación entre un hecho y un valor negativo (o positivo, según el caso). Por ejemplo, si asociamos las vacunas a la desconfianza en las farmacéuticas, tendemos a ignorar los beneficios de las vacunas, puesto que todo lo que rodea este tema está contaminado por el valor negativo que tenemos de ellas. Cada vez que sentimos hablar de vacunas, se nos aparece la imagen de la malévola industria conspirando contra la salud de nuestros hijos. ¿Quién se puede resistir? Y todavía un tercer prejuicio: si sentimos una emoción negativa cuando vemos a un niño que llora por la punzada de una vacuna o vemos la foto de una malformación supuestamente causada por ella, su impacto en nuestra moralidad puede ser más determinante que la estadística fría que confirma que millones de niños han sobrevivido gracias a estas punzadas. Somos así de irracionales y extraños, los humanos.